miércoles, 14 de julio de 2010

El país sin nombre//ensayo

América, que bien podía haberse llamado Colombia (como efectivamente así lo hace un país) o mejor aún Incaria o Mexiria o Mayaria, si se cediera el derecho a los pueblos que la habitaban originalmente (cuando llegaron los europeos), ahora es un nombre confuso que no define a todos los que habitan en esta vasta masa de tierra, incluyendo a sus islas, cuando se hace referencia al origen con el gentilicio continental: americano.

    Quizá haberle dejado el nombre de Abya Yala, que ya tenía por los mayas o el de Cem Anáhuac por los mexicas hubiese sido prudente, pero como la perspectiva venía del Este se optó por dignificar al “descubridor” o mejor dicho, al que se enteró que esta tierra no era lo que los europeos de entonces conocían como “las Indias”.

    Si se acepta que los que aquí viven son todos americanos, haciendo mención a un continente definido y a la gente que lo puebla, tomando en cuenta que geográficamente América incluye desde el norte: las islas Aleutianas y Alaska (al oeste) y Groenlandia (al este) hasta el lejano sur en el Cabo de Hornos en esa Tierra del Fuego que Magallanes, Elcano y compañía alcanzaron a divisar hace algunos siglos, desde otro ángulo, todo está puesto para que se utilice justificadamente este apelativo.

    Pero hay un problema, aunque toda la gente de este continente acepte con todo derecho decirse o llamarse americano, sin ningún adjetivo calificador, el término es ambiguo, inclusive para esta misma gente, excepción hecha para los miembros de un país en particular, aquel que se encuentra geográficamente entre Canadá y México. Esta confusión tuvo su nacimiento en el conjunto de inmigrantes anglosajones de origen británico que se estableció en las costas del océano Atlántico, al norte y que tomaron el nombre del continente entero, América, para incluirlo al nombre de su nuevo asentamiento y proyecto de país, independiente del Reino Unido (UK) de donde provinieron; quizá por falta de creatividad o por exceso de visión o de soberbia o de completo desdén de la existencia de otros pueblos en esta tierra tan extensa, probablemente todo junto. El término de América Latina, nacido tiempo después, para tratar de integrar a todos los demás que quedaron a un lado (que no podían ser sólo “americanos”) y tratar de resolver la identidad de pertenencia a un continente, lo complica aún más ya que los pueblos que ya estaban aquí desde siglos anteriores y que no tenían, ni tienen nada de “latinos”, son excluidos.

    Estos emigrantes de la Gran Bretaña ya no eran de allá, de donde vinieron, pero tampoco eran de acá, adonde llegaron, así que ¿cómo obtiene identidad un pueblo que llega a una nueva tierra y que además quiere desvincularse de su pasado?
Primero y antes de la concepción del país como tal, la nostalgia del origen daba los nombres a los lugares colonizados anteponiéndoles la palabra “new”, como una refrescante acepción: New York; New Hampshire; New Jersey; o por otros recuerdos: Virginia (por Isabel I, “la reina virgen”); las Carolinas, Norte y Sur (por Carlos I). Luego, se adhieren a las ideas liberales del filósofo Jonh Lock, que justo es decirlo, era inglés, y que estas colonias plasman en su ideario revolucionario para justificar la separación de la corona británica, más allá del “apretón” que les estaban dando con los impuestos.

    En la misma declaración de independencia de este incipiente conglomerado, se mencionan como Estados de América, las colonias dejan de serlo y se convierten en estados; la palabra “unidos” aparece como circunstancial en letras pequeñas y minúsculas al inicio en la declaración original, dice: “the thirteen united States of America”; ”los trece Estados unidos de América”, unidos y emancipados por los designios de Dios, de su Dios privado, porque si hubiera sido el de todos se hubieran percatado que en el continente, ya existían otros estados, otras naciones, como también otros pueblos ya lo hacían en el mismo suelo que ellos pisaban. Así de esta forma poco original, el nuevo país, bajo el consenso de unos pocos hombres, adquirió en el papel el nombre de un continente completo.

    Dado el posterior papel protagónico de este país en el mundo y el interés -en el fondo siempre económico- que manifiesta por las demás naciones, el extenso nombre que lleva, muy largo para pronunciarlo y más aún para alguien de lengua inglesa: Estados Unidos de América, entre otras denominaciones y por sus ciudadanos, se suele llamar simplemente América, que no precisamente da el sentido, en este caso, del continente.

    Si una persona es ciudadano de los Estados Unidos de América entonces es americano, pero si es de El Salvador, de México, de Venezuela, de Panamá o de Canadá o de cualquier otro país de este continente, es salvadoreño, mexicano, venezolano, panameño o canadiense pero nunca americano. No es porque a éstos últimos no les corresponda o no tengan derecho a ser identificados así, es mas bien por un sentido de lo que entiende el mundo en la actualidad como “americano”, incluyendo lo que entienden los mismos “americanos” que no nacieron en los Estados Unidos pero sí son de este continente, en este caso: los mexicanos, venezolanos, panameños, canadienses y todos los demás, que en este sentido regional lo son de hecho, por añadidura, por obviedad, pero la realidad es diferente.

    El género humano, tiene la costumbre de identificarse con lo más inmediato, con lo que lo circunscribe, con la cultura que conoce y vive. Quizá tenga qué ver con las tribus o clanes que ya existían en los albores de la constitución de las sociedades, en esas formaciones tempranas. Eso le quedó en alguna región de su cerebro primitivo, quizá por ello, siga estableciendo esos círculos concéntricos que inician con el núcleo básico de mamá-papá-familia, el barrio, la zona, la villa o ciudad, el estado o provincia, el país, el continente, el planeta y lo etcétera que siga. Este legado de sus ancestros le causa pérdida de enfoque y distorsión una vez que tiene la capacidad de expandir un poco su mente, le provoca que olvide hechos fundamentales como el que el aire que respira una persona en Singapur es el mismo que el de un guatemalteco en su tierra, en otras palabras, no acierta en pensar que la casa es la misma, empequeñeciendo su horizonte y enalteciendo su afán de posesión y de identificación con porciones de tierra.

    No hay una persona o grupo de gente que esté tan ávido de identidad como aquel que la proclama con tanto ahínco, haciéndolo en los rincones más remotos, aunque no haya nadie para observarlo. Un ejemplo claro es la bandera del país que se coloca cuando llegas a un lugar al que crees que nadie más ha llegado, ¿quién la ve en la Luna?, sin embargo, ahí está, bueno, eso es lo que se hizo saber. Lo mismo sucede cuando alguien dice con vehemencia y rayando en la exageración algo que dice ser, así, cuando un individuo, independientemente de su sexo, incluye palabras en su vocabulario repetidamente y se proclama: honesto; moral; recto; muy hombre (o muy mujer, muy gay o lo que sea que diga); apegado a la verdad; justo; de buenas costumbres; sincero; franco y otras más, es importante dudarlo de inmediato porque quizá este disfrazando lo opuesto y muchas veces está tan imbuido en la mentira general, que no se da cuenta. Esto es lo mismo que pasa a nivel masa, a nivel “mucha gente”, a nivel país.

    Por ello los reinos, gobiernos, países y conjuntos sociales justifican una identidad, se toman una corriente de pensamiento, una idea, una bandera, que racionalmente transforman y estructuran para después llevar a cabo las acciones más descabelladas, sean positivas o totalmente desastrosas. Descalificado y aberrante es la eliminación (muerte, desaparición, asesinatos flagrantes, aniquilación de vidas) de un pueblo por otro, como los alemanes hicieron con los judíos, gitanos, polacos y otros; como los estadounidenses también lo hicieron con todos los pueblos originales que se encontraron a su paso en los territorios que hoy ocupa este país o más modernamente, con toda la gente civil de las ciudades de Hiroshima y luego Nagasaki, muerta, mutilada o pronta a morir por la terrible radiación recibida. Estos hechos como muchos otros, se han repetido durante la historia de la humanidad, desgraciadamente.

    La identidad a veces se manifiesta como una radicalización de una idea, de una fe o de una idiosincrasia, así lo parece el nacionalismo, regular o desmedido, también la intolerancia hacia el inmigrante, hacia la religión del otro, hacia el tono de su piel o de sus rasgos. Es como un mecanismo de defensa, el que curiosamente se manifiesta sólo por aquellos que ya están asentados en un lugar hacia los que llegan, se olvida que ellos mismos (los asentados) fueron inmigrantes alguna vez. El hombre es un viajero por naturaleza, alguien que migra, siguiendo las huellas prehistóricas y luego la historia de los pueblos, se evidencia, no hay duda; sin embargo, es probable que se sienta amenazado por los “nuevos” y por ello desarrolle mecanismos de protección que luego traduce en una intolerancia desmedida, que se aleja de todo razonamiento y derecho humano.

    Los países y ciudades, adoptan nombres que los singularizan y los destacan de los demás, la historia lo demuestra, a veces toman el del pueblo, grupo o clan fundador y dominante: Francia recuerda a los francos; Germania (Deutschland) a los germanos (alemanes); México a los mexicas; Persia a los persas; la Hélade a los helenos; Egipto a los egipcios; Inglaterra (England) a los anglos.

    Otras veces el nombre tiene diferente acepción y se refiere a un recuerdo, a una particularidad de su geografía, de su fauna o flora, de lo que parece o representa: Ecuador, por esa línea imaginaria que lo atraviesa y que divide en dos al mundo; Canadá, palabra proveniente del iroqués que significa “poblado” “lugar de cabañas” o “asentamiento”; Venezuela, “la pequeña Venezia”, ciudad que a Américo Vespucio le recordó la escena de las casas sobre los palafitos que vio entrando al lago de Maracaibo; Brasil (terra do pau-brasil), por el “pau-brasil”, ese árbol que así llamaron los portugueses por el color rojizo que desprendía al hervirlo en agua y cuyas ramas les parecían brasas; Japón (Nippon-koku), “el país del origen del Sol”; España, por esa vieja palabra fenicia ya latinizada de Hispania, que en alguna de sus acepciones se refiere a “la tierra de los conejos”.

    En general, los nombres se consiguen mas o menos de estas maneras, también puede ser que la ciudad, estado o país lleve el apelativo de un hombre fundador, de uno considerado importante o de un santo, por ejemplo: la ciudad de Pittsburgh, por un primer ministro llamado William Pitt; Cd. Juárez, por el que fue presidente de México, Benito Juárez García; San Pablo (Sâo Paulo) por el santo de los jesuitas que fundaron la ciudad; Alejandría, por Alejandro Magno, el famoso conquistador macedonio; Bizancio por los griegos fundadores (derivado del nombre de un rey: Byzas), rebautizada como Constantinopla por el último emperador real del imperio romano, Constantino I, luego fue llamada Estambul por los turcos, hasta nuestros días.

    Pero cuando alguien llega como inmigrante a una tierra nueva y se desata los lazos con la tierra de la que proviene y con el pueblo de origen, además de adoptar una nueva identidad deseando enterrar su pasado ¿qué nombre se escoge para este nuevo país? ¿qué colores y qué significado tendrá la nueva bandera?

    Quizá los fundadores pensaron dentro de su pragmatismo: “Ya no somos colonos, eso denota un vínculo con el que estableció la colonia, ahora somos estados; somos trece y para hacernos uno necesitamos precisamente unirnos, entonces somos trece estados unidos, pero, eso es muy genérico, en el mundo hay otros estados que están unidos, ¿dónde estamos?, estamos en América, en el norte. Escojamos entonces el nombre de Estados Unidos de América, pero ya hay otros estados en América que también están unidos. Sí pero de todos ellos, ninguno es de habla inglesa, eso es cierto, quizá uno o dos continentales y una o dos islas. Entonces nos llamaremos: United States of America, ¿y cómo nos llamaremos cada uno al hablar de nuestra procedencia? nos llamaremos… “americans”, “we are all americans”.
En ese tiempo no existían los derechos de autor o marcas registradas y aunque el nombre de América ya existía, alguien lo podía tomar para nombrarse de esa forma, como hoy retrospectivamente, se observa.

    Si hoy, se formara en este mismo continente, un país y sus nuevos ciudadanos carecieran de originalidad y adoptaran el nombre de “Estados Unidos de América II”, ¿habría algún problema? la palabra Estados es de uso general y extendido, la palabra Unidos también, América es el nombre del continente y si un país tiene derecho a usarlo, otro lo podría hacer igual, siempre y cuando esté circunscrito dentro del territorio, aunque no se sabe con certeza si esto fuera posible, inclusive si sucediera o mas aún, si se atreviera, porque ahora sí existen los derechos de autor y las marcas registradas, asumiendo que el nombre así lo esté, registrado o tal vez no importe en el caso de países.

    En el fondo, el nombre de Estados Unidos de América es vago, como se ve, a fuerza de imposición, como un programa de mercadotecnia de una marca, se ha establecido en el mundo sin ninguna duda. Sería fatuo negar a qué se refiere cuando alguien lo menciona, ya sea el nombre del país o su gentilicio, es innegable a qué porción de tierra se indica y lo que significa.

    Pero así como Hollywood, los parques temáticos y en general la media, crean ilusiones, de esa forma ese país ha creado una infraestructura para explicarse, para validar su intención de ser. Quizá porque el mundo se inclina en estos tiempos a ver el tener como la cualidad más importante, olvidándose de lo que se es, olvide que la cebolla se pela por capas y al terminar de pelarla sólo encontrará eso, cebolla, diferente si pela una manzana y sigue luego cortando, al final encontrará la semilla, que seria lo real, la substancia, el corazón, lo siguiente, la identidad verdadera, entidad que en su esencia probablemente este nombre no contenga.

    El país más poderoso del planeta no tiene nombre, o tiene uno genérico, pero eso no ha importado ¿O acaso en el fondo sí? Siempre es posible cambiar…
 
 
 
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