El puente del ferrocarril
El tren puede pasar en este momento, o no. Pero una cosa es segura: lo hará.
Lo que más llamó mi atención, fue esa frase, profundamente melancólica pero dicha con franqueza y con un exquisito dejo de soledad: “no me importa si algún día me lleva el tren cuando cruce el puente, si pasa hoy o pasa mañana; si no me encuentran un día, busquen por esta zona del río; seguro por ahí estará mi cuerpo, o lo que quede de él”.
No era una bravata o palabras dichas al azar, nada de eso. Observé sus ojos, su gesto, su voz, y supe que hablaba en serio. Había una profunda desesperanza por debajo, sin embargo, su arraigo a la vida, como viniera, también era evidente. Me mostró su cicatriz o mejor dicho, sus cicatrices –eran varias aunque en una misma zona: en la parte trasera de su cabeza–. Un tumor externo bastante enraizado en el cráneo; con los años creció 14 centímetros. Cuando el dolor fue insoportable, finalmente se lo extirparon.
Ese domingo, el día que lo conocí, amaneció soleado. Un domingo de enero, aunque invierno, bastante caliente. De esos días de rayos picantes que causan ardor. Un atisbo ya no de la primavera, que podría decirse que ya no existe en estas edades del siglo XXI, sino del verano. Así de caliente se sentía. Y es que el tiempo de la zona del noreste de este país, tiene esas maneras particulares: adusto, malhumorado, no sabe de delicadezas. Muy al modo de sus gentes que habitan la región.
El municipio en el que vivo es un enorme llano, rematado en uno de sus extremos por un cerro muy peculiar conocido desde mucho tiempo atrás como el Topochico, y tiene esa forma, la de un topo; en su longitud mide kilómetros. Es compartido por varios municipios colindantes, incluyendo el mío.
En el área urbana de mi municipio no hay edificios más altos que unos cuantos pisos, o sea, chaparretes. Las zonas elevadas –realmente que puedan considerarse, elevadas– se encuentran por su lado suroeste, precisamente por las laderas del cerro del Topochico, esa elevación natural de la tierra.
El trazo de las calles es generalmente de ángulos rectos. Se observa la predisposición de conservar su anchura, en ello se nota orden y una clara proyección a futuro previendo el crecimiento de su población. Los vestigios del pasado son bastante escasos, considerando que la historia de por aquí se remonta al año de 1604. La zona, en tiempos antiguos, se conoció como la hacienda de los Ayala o Topo Grande. El municipio se erigió en Villa en 1868 con el nombre de un general de la época originario de Galeana, Nuevo León. Un personaje diligente, disciplinado, de esos hombres que hoy escasean, cabal y de palabra: Mariano Antonio Guadalupe Escobedo de la Peña (1826-1902), conocido usualmente solo como el general Mariano Escobedo, un héroe de a de veras, leal soldado e hijo de la república.
General Escobedo, nombre como se le nombre comúnmente, está adherido y forma parte de lo que se conoce como la Zona Metropolitana de Monterrey. Es mi base de operaciones actual, en donde vivo, como he mencionado antes. Desde esta base, incursiono a diversos sitios de la ciudad metropolitana y a otros, fuera de la zona conurbada, como por ejemplo: toda la extensión anteriormente conocida como el Valle de las Salinas, hacia el norte. Esta zona tiene más sentido o interés para mi ya que en uno de sus pueblos, existen raíces familiares por mi lado materno. Historias viejas de genealogía sefardita y de asuntos que no se creerían.
Ese día, ese domingo, decidí hacer un recorrido por General Escobedo. Uno no sabe lo que podría encontrar hasta que lo hace y lo va descubriendo. Me dirigí hacia el casco viejo, la zona central. Como es usual, el conjunto clásico de los pueblos y ciudades de México. La plaza central con su quiosco; rodeada por: la Iglesia (católica), el palacio municipal, la casa de la Cultura y otros edificios de dependencias del gobierno, además de casas de los pobladores.
Hice algunas fotos del lugar. Luego, abordé mi auto y tomé una calle hacia el oeste. Llegué hasta las vías del ferrocarril, ahí me detuve porque en ese momento pasaba el tren, uno larguísimo. No traía una ruta prefijada, así que me regresé por la misma calle sin remordimiento. Había visto, por esa misma calle, una casa antigua, o mejor dicho, sus ruinas. Di con ella, me estacioné y me dirigí a pie a tomarle algunas fotos. Enfrente de la casona, entablé una charla con una persona que disfrutaba viendo pasar a los autos y a los transeúntes que como yo, por ahí circulábamos. Mientras lo hacía, este personaje bebía tranquilamente su espirituosa tomando el sol de la tarde. Durante la animada charla, surgió el tema de un puente de ferrocarril. Me dice el ciudadano de apellido enraizado en la misma historia de Escobedo:
–Oye, ¿viste el puente del tren ahí, por la vía, por donde te regresaste?
–No, ¿cuál puente?
–El puente, más fregón que el de Santa Catarina.
–¿Me hablas del que está por la avenida Díaz Ordaz?
–Sí, ese.
–¿Más bonito que ese?
–Más bonito
–No, no lo vi ¡Ya sé por qué no lo vi! En ese momento pasaba el tren y me tapaba la perspectiva. ¿Pero, se ve el puente desde ahí? ¿Está más adentro? ¿O por dónde?
–Se ve ahí nomás llegando al cruce. Si quieres ir a tomarle algunas fotos. Hay algunos compas mariguanos por ahí, pero son tranquilos, si tienes algún problema nomás diles que vas de mi parte.
–Ah, muy bien. Pues, deja me lanzo, mucho gusto primo, gracias.
Llegué de nuevo al cruce, y sí, a mi derecha, desde ahí a unos 50 metros a lo sumo, se ve claramente. Dejé el carro muy cerca, y me bajé a hacer fotos. Y en esas estaba. Me di cuenta que el puente es solo para el tren, no tiene ninguna área para el cruce de los peatones, esto es, si quieres cruzar el río Pesquería por aquí, por el puente, necesitas caminar sobre los durmientes de las vías, no hay otra. Eso quiere decir que si lo estás haciendo y por aquellos azares del destino, el ferrocarril pasa en ese momento, o lo va a hacer, tienes algunas opciones para no ser arrollado:
Uno: corre endiabladamente para alcanzar el otro extremo y salirte de las vías, ojalá y lo logres, por tu propio bien.
Dos: salta, igual y no la cuentas, el río acaso lleva caudal y la altura es suficiente para hacerte papilla, quebrarte la sesera, o varios huesos, o todos.
Tres: hazte a un lado e intenta colocarte en la estructura lateral de hierro del puente, saca tus habilidades de equilibrista, cuida de no tropezarte o pisar mal, te puedes caer.
Cuatro: no cruces por aquí, no te atrevas, por tu salud.
Claro que la gente cruza el puente continuamente. Y no pasa nada, o ya pasó y no estoy enterado. Una de las ventajas es que el tren hace mucho ruido, además del silbato que se escucha a kilómetros. El tren no pasa muy a menudo, aunque siempre habrá un riesgo. Si tu andar es lento, porque te quebraste un pie, o porque eres viejo, o por algún grado de invalidez, o cualquier otro motivo, el riesgo se incrementa. Si tienes problemas de sordera, o de visión, una u otra, o ambas, por favor, no lo cruces nunca. Si padeces de chisquiadera, tampoco lo intentes.
Estructura de travesaños y largueros de hierro, ajada por el devenir, en eso refleja la belleza de los olvidos y la vaguedad de las siluetas que logro evocar. El óxido ha hecho mella en todos los sitios. La pintura naranja descascarada le otorga ese carácter respetable que dan las cicatrices de las muchas batallas. Tan solo observar la firmeza del grueso metal, me da esa sensación de que puede sostener el enorme peso del ferrocarril. Y lo hace. El tren en su longitud interminable lo atraviesa casi flotando.
A los costados de la vía, pasando el puente, hay casas. Riesgo para aquellos sonámbulos que descuidadamente salgan por puertas sin seguro o mal vigiladas. Niños jugando al amparo de la mole que pasa veloz. Línea que se traspasa con regularidad y que de pronto, al hacerlo, se olvida lo que por allí circula de tanto en tanto. Si no te has parado a unos metros de las vías de un ferrocarril cuando, en ese momento, éste avanza con rapidez, no sabes de su poder. No tienes idea de lo que esta locomotora –y lo que arrastra– pasa a ser del manso reposo a cuando coge velocidad, nada lo detiene, lo lleva el diablo.
Mientras encuadraba la siguiente fotografía, escuché una voz por detrás:
–¿Para qué las fotos? –un hombre mayor con pelo completo cano se dirigía hacia donde yo estaba con la intención de seguir por ese camino y cruzar el puente. Vestido con una playera blanca de algodón, pantalón liso azul cielo; una sonrisa franca y amistosa, con esos ojillos marrones curiosos encima de ella; un andar lento pero firme, sin otro sostén que sus piernas; un viejo dulce–.
–Para mi, para mi colección –le digo–.
–¿Es reportero?
–No, no precisamente, reportero, reportero lo que se dice reportero, de un diario o de una revista, no. Lo hago porque me gusta documentar y mostrar lugares.
–¿Ya cruzó el puente?
–No, aún no, ya estuve por la mitad para buscar ángulos, pero no, no lo he cruzado. El tren pasó hace un rato.
–Sí, a veces pasa.
–¿No le da miedo que el tren venga y usted vaya en medio del puente, que no alcance a llegar al otro lado?
–No. Hace un tiempo hubo una pareja, un chavo y una chava que dormían ahí arriba.
–¿Cómo? ¿Arriba del puente?
–Sí, ahí mero. –me señala–.
–¿Pero, cómo es posible? ¿En las vigas de allá? ¿Las de arriba?
–Ahí mero.
–Caray, es algo increíble.
–Como lo oye. Una vez el chavo, se cayó al río, debía de andar bastante pasado, como andaba a veces.
–¡¿Qué?! De seguro no la libró.
–Pues aunque no me lo crea, la libró, huesos rotos y heridas, pero la libró.
–Eso es aún más increíble. Es una altura considerable. Oiga, usted vive por aquí, ¿cierto?
–Sí, vivo por esa calle, a unas cuadras, en casa de una de mis hijas. Antes vivía de aquel lado del río.
La conversación continuó amigablemente. Don Ambrosio me compartió trozos de su vida: lo de su tumor en la cabeza y los años de sufrimiento. Lo de sus dos mujeres. Lo de sus tres hijas. Lo de su separación de su segunda esposa, cosa que le trastocó su ánimo. Lo de su vida en el tejabán que le prestaron cerca del río para medio vivir cuando quedó solo. Lo de su rescate de ese tejabán por parte de una de sus hijas cuando ya lo creían muerto. Lo de su nietecita –hija de una hija que no es su hija pero que quiere como tal–, una chispa de unos 4 años y que al recordar cómo le brinda cariño y afecto al abrazarlo, y decirle lo que le dice con su tierna vocesita, Ambrosio suelta algunas lagrimas y la voz se le quiebra de la emoción –y me quiebra a mi–. Lo de los cinco viejitos que visita con frecuencia –y que lo hace cruzar el puente del ferrocarril–; de esos viejitos sobreviven tres, dos han muerto recientemente. Ambrosio, agrega: “son los únicos amigos que tengo, no tengo más, no se por qué no tengo más”.
Se lo dije, quizá como para echarle un poco de ánimo: “a pesar de que no la ha tenido fácil, veo que su actitud es positiva, don Ambrosio, no lo veo como un pesimista a pesar de todo lo que ha pasado, eso es bueno”. Me miró algo incrédulo, pero es que era cierto, al menos nunca desapareció su tono afable y su sonrisa amplia. Hasta que me soltó aquello de: “no me importa si algún día me lleva el tren cuando cruce el puente…”, una vez que le pregunté de nuevo si no temía cruzar por ahí con frecuencia. Y bueno, aunque es una aceptación ante lo inevitable, no es posible admitir cierta rendición ante lo que pueda venir, una manera de resignación.
La soledad, esa cuando el otro no nos reconoce, es terrible. Diferente a la que buscamos para estar con uno mismo, sin renunciar al mundo. Se dice que somos en relación, cuando ésta no existe es como dejar de ser, es el no estar. No es que vivamos por los otros, venimos siendo los otros. Sin ese reflejo es como si no existiéramos. Por ello llega ese cansancio recurrente, esa sensación de soledad. El desánimo, ese estado en el que uno dice: si me coge el tren o no, no importa.
Don Ambrosio y yo nos despedimos efusivamente. Me dio su dirección, una calle y un número. Lo seguí con la mirada hasta la mitad del puente, volteé a uno y otro lado de las vías. Como una frase protectora para deshacer malas premoniciones, pensé: ojalá que no pase el tren, por el momento. Di la vuelta, y me fui también.
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