Martina, hija de la vida y puta de profesión.
Martina creyó en Dios, siempre, hasta su muerte.
No se sabe con certeza qué pasó después de que murió, adónde fue, unos dicen que está en el cielo, otros que no se lo merecía y que posiblemente está en el purgatorio, unos más la sitúan en el infierno, para muchos fue una santa, para muchos otros una mujer diabólica y malvada, aquí también se especula y lo que se dice y piensa de ella es sólo eso, suposiciones, conjeturas, aunque algunos lo establecen como una verdad absoluta, tanto una u otra versión o sus opuestas.
Así que es difícil situar adónde fue a parar tras su último aliento, nadie en este mundo lo puede decir de verdad, nadie, lo cierto es que su cuerpo, aún esbelto y maravillosamente formado, no se mueve más y su descomposición, en la mortaja, es evidente. Su color rosado habitual ha desaparecido, a pesar del maquillaje post mortem, el hundimiento de las cuencas de sus ojos es visible, inclusive a unos metros de distancia, su pelo castaño ha perdido su brillantez natural y pareciera que se entiesa al ritmo de la piel circundante.
No se sabe de que murió, un testigo, poco fiable valga decir, dice que la escuchó mencionar, casi en un susurro, unas palabras que le pareció se referían al versículo de Romanos 5:8, aunque no es apropiado asegurarlo ya que el tal testigo era sordo y la cocina en donde Martina de pronto se desplomó, estaba en las sombras a esa hora, iluminada débilmente por un añejo quinqué teñido de carbonilla que quedaba detrás de la mujer, manteniéndola a contraluz y en penumbra con respecto al testigo sordo y con un sólo ojo funcional; difícilmente, con esa escasa iluminación alguien podría leerle los labios para determinar si al menos, hubiera tenido tiempo de decir algo, de cierto, no sabemos si hubo últimas palabras, otro añadido a la composición de hechos que era improbable tuvieran lugar.
Cuentan que Martina llegó a tener 12 hijos, el primero cuando ella tenía 14 años, hijo de su propio padre, pero que podría no ser así ya que el padre y su compañero de juerga, al que llamaban “El Bizco Sánchez”, tuvieron relaciones sexuales con ella a un tiempo y con cierta frecuencia en ese entonces, la madre de Martina sólo agachaba la cabeza y se retiraba, callando cobardemente; por las mañanas, pasados esos divertidos “ménage à trois”, la madre le prodigaba a Martina sendos reatazos castigándola con crueldad; de la beata boca de su madre salían serpientes y sapos recordándole su suciedad y abominables actos ante el Señor, ¡suripanta! ¡puta de mierda! ¡furcia! ¡mujer desventurada! ¡meretriz maldita! Palabras dulces y animosas que Martina recibía de seguido por actos a la que era forzada sin siquiera comprender de qué iba todo aquello, eso sí, en cada palabra de aliento que la madre le excretaba en el rostro con todo su cariño, antes se santiguaba, como muchos, teniendo a Dios de su lado se sentía el ángel Gabriel redimiendo al mundo.
Martina en la naturalidad de su ambiente, con su carácter moldeado a puntapiés y continuos zapes sin razón alguna, ultrajada frecuentemente por su propio padre y culpada por su madre, sacó provecho, en la escuela empezó a repartir su aprendizaje entre los mozalbetes (y una que otra moza ¿por qué no?, era negocio) cobrando una tarifa razonable por los servicios, así, se convirtió en puta profesional, se hizo dura y sus sentimientos quedaron sepultados en lo más profundo de su corazón. Con el tiempo, la casa se convirtió en un jardín de infantes, llena de chamacos mocosos que había que alimentar pero como ya habíamos dicho, Martina era muy bonita y a pesar de ya cinco embarazos, mantenía un cuerpo bastante tentador, sus remuneraciones y emolumentos por servicios extraordinarios sobrepasaban lo necesario para mantener a toda la familia, inclusive a los productos huerqueriles de sus afanes, cosa que la madre de Martina toleraba, y se decía a sí misma: “si ya era puta pues que mejor que obtener beneficios de ello: un nuevo chal, una nueva vajilla, ¡por fin, la primera licuadora eléctrica en casa!, Dios la perdonará.”
Si bien los reatazos y cualquier otro tipo de fregadazo a mano libre o con instrumento para el caso, se habían extinguido por aquello de que la Martina había crecido y era fuerte, la violencia verbal continuaba un día sí y otro también, y como siempre, todo el tiempo invocando al buen Dios con la debida persignada de la madre devota. Martina había extendido el negocio, ahora tenía una habitación en casa exclusiva para vender amor, dicho con eufemismo; la escuela y su aprendizaje efectivo había quedado muy atrás, la madre con la Biblia en la mano y el santiguadero continuo, actuaba como proxeneta y administraba el negocio, excepto los dineros, esos sí, Martina los llevaba celosamente.
El padre hacía tiempo que se había largado, así, sin más, nunca se supo de él, se murmura que alguien había contratado a un pelafustán asesino a sueldo de quién sabe dónde, este gañan fue el que mató al padre de Martina cogiéndolo al salir por la noche de la cantina un día cualquiera, su cuerpo fue triturado y hecho pedacitos en la carnicería de un tal Juancho y finalmente dado como alimento a los mastines del carnicero; este rumor se corrió por la zona, se llegó a mencionar a una misteriosa mujer quien fue la que contrató y pagó al rufián, pero como nunca se llegó a nada y la desaparición del padre de Martina poco importaba, así quedó el asunto, ni Martina ni su madre lo llegaron a extrañar jamás.
Martina era, al igual que su madre, una ferviente devota de la fe cristiana, por ello y aunque los conocía, no usaba ningún sistema de control de la natalidad, los hijos que nos mande Dios, por cumplir con esa ley divina y hasta su joven muerte, jamás utilizó anticonceptivos, manteniéndose fiel a los mandatos de su religión, al dogma de su creencia, los caminos de Dios son insondables, y sus controversias, aún mayores para un humilde creyente. Martina llegó a un punto en que ya no soportaba a su santa madre, cuentan que ella, Martina, fue la causante de su partida con los querubines, y un día en que, como era habitual, la madre acudió a la iglesia a ponerle su veladora a su santo favorito y lavar sus pecados, Martina aprovechó y vertió el veneno, que con antelación había conseguido, en el té de uso que su madre bebía todos los días después de regresar de su misa matutina.
El caso es que ese día, su madre viajó directamente y sin escalas al cielo de sus rezos recibiendo los debidos sacramentos, un ataque cardiaco fulminante. Dicen también que ese día, en el entierro de su madre, Martina lloró por ella, la verdad es que ese día se enteró de su séptimo embarazo y eso, naturalmente la ponía triste, una vez pasado el parto, la cuarentena le significaba un decremento en los ingresos, así que se tenía que preparar. Contrató a dos mujeres que se dedicaban a criar a los niños mientras ella ampliaba el negocio, construyó, con los ahorros de años, una casona de intrincado y peculiar diseño, con muchas habitaciones, pasajes y puertas, exactamente a un costado de la casa de madera, esa misma en donde todo inició años atrás. Consiguió nuevo personal, chicas que como ella, laboraban en el oficio, y que dado el buen tino de Martina, sabía escoger muy bien.
Muy pronto, el nuevo sitio se convirtió en un concurrido lugar de esparcimiento, popular entre todos esos seres masculinos desatendidos por sus esposas en donde ellas jamás se comportarían en la cama como esas rameras sin escrúpulos que podrían corresponder a todas aquellas fantasías que esos pobres y pusilánimes hombres nunca harían con su mujer, ni en broma, aunque se lo imaginaban; sus mujeres eran unas buenas mujeres ¿cómo podrían, esas santas y abnegadas madres de sus hijos, caer moralmente en esas posiciones, actos y juegos sexuales del diablo? ¡No, Dios nos libre! ¡Para eso estaban las putas!, sus inmaculadas esposas eran la virgen de casa, el acto sexual con esos seres femeninos sólo tenía fines de procreación, algo que se debía hacer con la mayor escrupulosidad ¿no lo decían las santas palabras? Y así, obscuridad, meter y sacar, ningún preacercamiento ni caricias previas, hasta eyacular y es todo, ¿Y la mujer, sus anhelos, sus orgasmos, sus tiempos y necesidades? ¡¿Pero de qué hablas, imbécil?!
Lo que no sabían esos hombres, bastante primarios por cierto, es que sus mujeres, no sólo no ejercían esa sexualidad reprimida y salvaje en otros ambientes, un amante por ejemplo, sino que eran tan buenas en ello que no tenían que envidiar en nada las habilidades de las “profesionales”, pero así es el juego del prejuicio y de la simulación, por supuesto, situación favorable para el negocio de Martina. Las mujeres que no lo conseguían, esos objetos virginales vivientes, pues siempre estaba la iglesia o la congregación, refugio para las almas maltratadas, terriblemente sometidas y por lo tanto, neuróticas, mezcla perfecta para el fanatismo.
Con el devenir, Martina llegó a tener un negocio mucho más grande y próspero, a él acudían todo tipo de clientes: miembros destacados del club de golf; marineros avivados por la llegada a puerto; párrocos de barrios pudientes y limosnas sustanciosas, vestidos de civil, incluyendo un obispo de aquí y uno de allá -generalmente encubiertos y por accesos especiales-; militares de alto rango, bragados y valientes como el que más; fiscales y jueces probos -ellos así lo proclamaban-; comerciantes honrados -aunque se dude de su existencia-; esclavos modernos bien pagados -entiéndase: empleados-; vendedores a comisión y un largo etcétera, en este caso, de toda la sacra sociedad incluyendo a políticos, jefes de policía, ministeriales y los pares de cada uno, que en algunos casos, eran los mismos: jefes de mafia, delincuentes de alto calibre y de monta media, especialistas en logística e ingeniería -túneles, submarinos, empacados especiales, etc.-, matones y guarras -semejantes pero diferentes-, y los peores de todos: banqueros, especuladores de la bolsa -los llaman inversionistas en algunos lugares- y recolectores de impuestos; en general, miembros de negocios bastante organizados y económicamente importantes para cualquier sociedad sea democrática, comunista, socialista, de izquierda, de derecha o puntos intermedios.
Martina había convertido el lugar en una isla de relajamiento para estos pobres hombres, era una zona neutral, algo así como Suiza; las secciones estaban divididas de acuerdo al tipo de personaje y su área de operación o especialidad, jamás los antagónicos se encontraban frente a frente, cosa no muy sencilla de llevar a cabo, pero Martina era inteligente y se la ingeniaba para que todo encajará perfectamente. Martina tenía poder, tenía dinero, mucho de los dos, pero no era feliz, así que decidió encausar buena parte de sus ganancias a campañas de ayuda a los necesitados: comedores para los pobres, refugios para los inmigrantes, casas de hospicio, eliminación de lacras estorbosas, depósitos a teletones lavadores y causas loables por estilo.
Por supuesto, estas actividades tampoco le proporcionaban paz interior y sobre todo, aceptación, entonces intentó ir a misa todos los domingos y colocar una veladora cada vez que asistía a los servicios religiosos, no era sencillo dado el nivel de pecado que la acompañaba a esos santos lugares, pero cuando veía a multitud de sus clientes por ahí, inclusive al que daba el sermón de vez en vez, llegó a sentirse como en casa pero con diferente iluminación, todo lo demás le parecía muy similar; la otra excepción es que en ese recinto ella no era el centro de atención, era como una aparición que todos hacían como que no veían, esto no le gustaba. A pesar de toda la fiesta y que podía comprar casi todo lo que deseara, Martina estaba cansada, las incontables orgías le parecían aburridas y tediosas, la vida carecía de sentido para ella desde hacía tiempo, tampoco las metanfetaminas, ni los porros, ni el LSD, ni el crack, ni el peyote, ni el alcohol, ni siquiera las telenovelas, ninguna droga, le proporcionaba alivio, sólo momentáneos estados de falso bienestar, ¡Se iban tan pronto los efectos placenteros, carajo!
Sus incontables hijos le eran tan ajenos, eran el producto colateral de su oficio, y claro, de su fe, mal concebida, pues sí, mal encausada, pues también; hija de sus circunstancias particulares, como todo el mundo, atrapada en su psique dañada, también como la mayoría de la gente, y que no tuvo la habilidad de contrastar y observar lo que ahí siempre ha estado, tan cerca, tan a la mano, en su interior. Ese domingo tomó la decisión, se dirigió muy temprano antes del alba, a la vieja casa de madera, semi vacía ahora, que conservaba como el ancla de su pasado, puso a calentar en la estufa un poco de agua en un desfigurado y abollado recipiente de peltre, luego le añadió hojas de té, del mismo que su madre tomaba; abrió una portezuela que asemejaba una vista realzada falsa del viejo mueble de madera empotrado, del escondite sacó una bolsa de papel vetusta y arrugada, dentro, un pequeño frasco con una sustancia ligeramente viscosa, vertió dieciséis gotas del líquido en la taza donde se había servido el té, el doble que alguna vez utilizó para aliviar a su madre de su atormentada, ignorante y vacía vida; esperó a que el té se enfriara lo suficiente para tomarlo, lo bebió de un jalón, como un “caballito” de tequila; se apoyó en la mesa con la mano derecha y el brazo recto pegado a su cuerpo, su pierna derecha ligeramente flexionada, su mano izquierda la posó en su cintura, formando un espacio triangular sugestivo entre el brazo y su delineado costado, esbozó una media sonrisa y se mantuvo así, como diva que era, por unos momentos, esperando al fotógrafo imaginario que le tomaría la última instantánea de su vida.
Los primeros rayos del sol se insinuaban por la ventana que le quedaba de fondo; el quinqué, con su amarillenta y mortecina luz, le daba un tono fantasmagórico a la escena completa; de pronto, la puerta de la entrada de la estropeada casa se abrió, distante de la cocina por varios metros, por ahí ingresó un ojo cubierto de nubes, el dueño de ese ojo, un hombre o lo que quedaba de él, dio dos pasos cojeando con dificultad tratando de distinguir lo que escasamente lograba ver desde su posición hacia la cocina: ¿y esa figura? ¿es una persona? ¿era Martina lo que estaba ahí? ¿era un ensueño y sólo lo imaginaba?
Martina, en ese momento, desdibujó su media sonrisa, una mueca de asco marcaba ahora su cara: última, mala e infame aparición reconocida que se llevó a la tumba, regalo final de Dios, su Dios. Martina se desplomó con estilo, suave y cinematográficamente, como un fardo de plumas, pero era para ya no levantarse más. “El Bizco Sánchez”, a quien se creía fuera de este mundo y que más bien en esta condición le quedaba mejor que lo llamaran “El tuerto Sánchez”, “El cojo Sánchez” o “El sordo Sánchez” o quizá todos esos sobrenombres a la vez, con el Sánchez al final, claro, se quedó ahí, estático, tratando de comprender que estaba sucediendo, la luz del quinqué se apagaba lentamente añadiendo trazas de humo a la escena, mientras las tinieblas inundaban el maltratado corazón de Martina, y quizá, el de otros.
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