
Estamos en
invierno, aunque a decir verdad la temporada ya parece alejarse, tenemos días que
más que primaverales, que serían los de la siguiente estación, son ya propios
del verano. Vivir a nivel del mar con escasas y ligeras elevaciones de terreno,
circundados por anchos ríos y lagunas extensas, por debajo de la línea del
trópico de Capricornio y con las corrientes cálidas del Golfo de México formando
un conjunto, nos provee de un
clima subtropical en donde la estación fría es suavizada ya para estas fechas
de febrero, salvo por los vientos llamados “nortes”
que de vez en cuando nos llegan por sorpresa, cuando lo hacen regularmente
vienen acompañados por una nubosidad cerrada y gris, cae una lluvia ligera pero
constante que combinada con el viento cala los huesos, húmeda, persistente. A
veces ha pasado que no vemos el sol durante muchos días, en ocasiones el manto nuboso
y la lluvia ligera pero incesante, se mantienen por una o varias semanas, luz lánguida
y mojada que no seca la ropa y constriñe el corazón.
Pero hoy el cielo está despejado
en su mayor parte y no se anuncia visita del tiempo frío durante la semana, el
día está caliente, se siente un ambiente de cierta permisividad, estamos en
días de carnaval y pronto llegará el miércoles de ceniza seguido de la
cuaresma, la abstinencia y el resguardo para dar paso después de esos 40 días a
la resurrección. Manuel aún no lo sabe, será un día difícil, se topará con cierta
fuerza demoníaca dentro de un juego que se supondría divertido e inocente, su
último carnaval juvenil de esta forma y en plena Plaza de Armas.
La plaza
central es bulliciosa desde temprano, cuadrada en su geometría de 100 varas
castellanas por lado como se definió originalmente en abril de 1823 cuando se
trazó la naciente ciudad, esa
quinta vez fue la vencida. Durante la mañana por ella deambulan variados
conjuntos de caminantes en dúos, tríos, cuartetos, algunos quintetos,
escasamente sextetos y raramente algún septeto. Hay por supuesto, los solistas
en este concierto, aquellos que apuradamente cruzan la plaza para llegar a
tiempo a donde tienen que hacerlo, tipos con maletines y periódicos bajo el
brazo, algunas damas con improvisadas colas de caballo en sus cabellos
matutinos llevando doblada cuidadosamente en su mano izquierda la bolsa de
malla para el mandado y en la otra su monedero, jóvenes con sus sobrios
uniformes de trabajo azul marino o gris de esos con falda cuatro dedos debajo
de la rodilla y chalequillo o sin él, con una blusa lisa blanca o crema,
zapatillas cerradas de tacón discreto, chicas de Sears, Woolworth, Del Centro o Las Novedades, las tiendas
comerciales “grandes” de la zona; chicos con sus pulcros uniformes dirigiéndose
a las escuelas, cruzando la plaza para tomar en la esquina de E. Carranza y
Olmos el autobús “azul” de la ruta
que los llevará a su destino, llevan en su mano las monedas que echarán en el
ánfora para cubrir su pasaje; otros estudiantes arribando de diferentes puntos para
asistir a sus cursos comerciales o preparatorios en las escuelas de ésta la zona
céntrica, como la Cervantes, por
ejemplo; el centro, una área viva y en movimiento.
Varios
transeúntes hacen escala y beben su desayuno sin pausa, su chocomilk o su malteada de mango, de melón, de plátano, de papaya,
de fresa, ahí en sendos cafés y refresquerías sin ventanas, con sus pesadas
mesas y sillas de herrería con bases y asientos circulares marmóreos, La Victoria o el el Globito, cada uno exactamente
en esquinas diagonalmente contrarias de la plaza. Se ven llegar personas al
recinto del Ayuntamiento, frente a la plaza por la calle Cristóbal Colón, las
escalinatas de granito de tono rosado como un imán los van atrayendo, ahí está
la biblioteca municipal, el despacho del alcalde, salas del cabildo, las oficinas
de Tránsito y Vialidad y otras dependencias del gobierno de la ciudad.
Por otro
costado también frente a la plaza, dos ancianas con faldas obscuras, blusas estampadas
con grandes flores, medias gruesas de nylon color “carne” y bolsos negros de charol, se colocan un pañuelo blanco
sobre su cabeza y se disponen a ingresar al templo, a la iglesia catedral situada
en Emilio Carranza. En una de sus dos torres campanarios, en la de la derecha
viéndola de frente, se integra el reloj inglés donado por Ángel Sainz Trápaga en 1879, las torres están separadas por el
frontispicio triangular con los detalles e imágenes en mosaico estilo bizantino
de José Ruiz Diez hecho en 1968, bajo
este frontón se encuentran las tres puertas que forman la entrada principal; iglesia
en donde ofició Ernesto Corripio antes de ser nombrado Cardenal.
En el interior y bajo la gran cúpula que remata el recinto han llegado ambas
ancianas, atravesando la iglesia a lo largo del pasillo central pisando en su
andar los mosaicos con dibujos de cruces esvásticas dextrógiras

y que nada
tienen que ver, aunque son iguales, con las que utilizó el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei NSDAP y que las
convirtió en impopulares para siempre; ahí frente al altar de mármol de Carrara de los hermanos Biagi dedicado a la Inmaculada
Concepción, se persignan con una inclinación haciendo las cruces, después de
algunas oraciones breves pasan a una de las bancas, cada una con su rosario en
mano.
El puerto
rebosa de actividad y de lenguas, para el lado oriente y al sur de la Plaza de Armas, en esas entrecalles, se
encuentra el corazón del comercio, farmacias como El Fénix, zapaterías antiquísimas como la Walk-Over, tiendas de ropa y calzado para caballero como la Casa Manzur o de ropa en general con
tono juvenil como Melik, panaderías
como La Espiga a un lado del café La Elite, centro de reunión y conversación
de comerciantes y políticos, con su servicio de venta de helados al frente, a unas cuadras la joyería Casa Moral con sus escaparates de
relojes inalcanzables, De Llano sitio
obligado para el revelado e impresión de fotografías, por ahí en la calle E.
Carranza el hotel que tuvo su gloria y su buena época y que lleva el nombre del
puerto, el Café Mundo y sus famosos y
exquisitos panes hojaldrados de mantequilla frente al edificio Águila de los petroleros. No es difícil
escuchar por estas calles sonidos ininteligibles de personas con aspecto de
extranjeros, hablando en idiomas cuyos vocablos, a veces, te suenan familiares
pero combinados en maneras diferentes de los que no entiendes nada, después te
enteras que hablaban en griego, otros lo hacen en noruego o danés o en otra
lengua fonéticamente muy distinta a la tuya. Son marinos que pasean con la
resaca de la obscuridad anterior en
el rostro, en espera de que su barco sea cargado o descargado y aprovisionado
para seguir su viaje.
A dos cuadras hacia el sureste de la Plaza de Armas se encuentra su plaza hermana, delimitada y nacida en
el mismo año, la Plaza de la Libertad
y su derredor de fachadas y edificaciones del siglo XIX, convertidas en
comercios, bancos, cafés, hostales. Siguiendo más hacia el sur por la calle
Juárez el camino se inclina notablemente, en ese empinado tramo vemos la
banqueta convertida en vendimia, puestos de madera ofreciendo aquellos
souvenirs de caracoles y pequeñas conchas marinas, para luego llegar a la zona
más baja y plana, hacia la derecha, los mercados, a la izquierda, lo que queda de la plaza de las
hijas del puerto.
Topamos con la
zona franca y fiscal, a un lado la capitanía y al otro el viejo edificio inglés
de la aduana hecho de ladrillo rojo, pedido por catálogo y armado en el sitio, como
un rompecabezas, inaugurado en 1902 por Porfirio Díaz. Los grandes buques mercantes
atracados en el río se muestran impasibles con sus enormes anclas arriba, con
sus distintas banderas sobresaliendo en sus popas, toneladas de hierro
flotantes, mientras a lo largo del muelle un ejército de alijadores estiba aquí
o allá, moviendo las cargas en una perfecta sintonía con las grúas, carros de
vías, carros montacargas, patines hidráulicos, los prácticos en sus embarcaciones
diesel robustas haciendo lo suyo,
empujando, girando y ajustando la dirección de los enormes barcos sobre el
canal de navegación de la inmensa masa de agua que es el Pánuco. Acciones concertadas de la actividad marina.
Manuel vive en
esta ciudad porteña, estudia su segundo año en la Escuela Secundaria No. 2, en
el sector llamado “Colonias”, al poniente
de la zona centro; sentado en su pupitre espera el aviso del timbre que
finaliza la última clase del día la cual desearía que no terminara, es Historia
con la maestra Tovar. Disfruta la materia, sobre todo la forma apasionada y tan
cercana como la hace sentir esa profesora, la historia humanizada; casi puede
oler esa gruesa tortilla que la habitante del Valle de México prepara junto al
fuego, el humeante olor del atole, también del maíz, que flota por esa
habitación de piso de tierra, la cultura de los antiguos, sus ceremonias, sus
creencias, las palabras como las del más grande tlatoani y poeta de Texcoco
respetado y admirado por su pueblo y los poderosos vecinos aliados del ombligo
de la luna sobre ese islote artificial que luego se hizo inmenso así como su
devenir en Huitzilopochtli y su triste caída. Siente la misma comezón que la
que sintió Carlota cuando llegó a Veracruz y los mosquitos se saciaron con esa
extraña sangre de sabor nuevo, el calor tropical agobiante y los continuos
sobresaltos a su europeo y delicado estómago que fueron comunes, mientras Maximiliano,
hecho de lo mismo pero más curtido en estos asuntos, se mostraba impertérrito
ante cualquier adversidad de este tipo, incluyendo la que ya traía dentro.
Puestos así, los personajes, los paisajes, los climas, las regiones, los actos
de la historia cobraban vida real, fascinante para el deleite de una alma
joven. Manuel lo disfrutaba por eso hubiera querido que esa clase que esperaba
con impaciencia se extendiera pero traía otros planes para la tarde y fin de
ese día.
Camino a casa en uno de
esos camiones urbanos llamados azules, que no lo eran tanto, el griterío de los muchachos de la secundaria
que casi eran la totalidad de los pasajeros, azote de los nervios más templados
de los conductores, no parecía perturbar a Manuel quien seguía pensando en el
fusilamiento del señor de Habsburgo junto con los conservadores Miramón y Mejía,
en la suerte de Carlota que vivió atravesando el siglo XIX, en la lejanía de su
castillo de Miramar, sin mosquitos, sin calor, sin picante, perdida en sus
recovecos mentales trastornados en donde todas las súplicas fueron vanas.
Media
cuadra antes de la esquina, Manuel jaló el cordón del timbre del autobús de cofre
frontal como trompa descarada, para anunciar que llegaba a su destino. Ya sobre
la acera, se desplazó las dos cuadras habituales que recorría para llegar al lugar
en el que vivía con su familia, antes, se detuvo en la miscelánea de Doña Guille, compró un pastelillo
envuelto en celofán -para el postre- se dijo a sí mismo, cruzó la calle y se
metió al edificio Mercedes.
Contó una y
otra vez las hileras de huevos rellenos con confeti y harina, dispuestos en su
empaque original de cartón aglomerado. Durante la semana anterior estuvo
recolectando los cascarones cada vez que su madre los utilizaba para cocinar,
los rompía de la parte superior haciendo un pequeño orificio, sacaba su
contenido en un plato hondo para luego lavarlos con delicadeza y ponerlos a
secar. Luego los fue rellenando: un poco de confeti de colores, un poco de
harina, un poco de confeti de nuevo, un poco de harina, hasta dejar un espacio
suficiente para una mejor expansión de los elementos al estrellar el huevo
relleno en la cabeza de algún “enemigo” o donde fuera. Finalmente los sellaba
con un trozo de papel vistoso utilizando un poco de resistol blanco 850
cubriendo el orificio, listo, las “granadas” quedaban a punto, tenía las
dieciocho que pensó, eran suficientes.
Era ya la
tarde con el sol a un costado pero aún alto cuando Manuel salió del edificio atravesando
la calle Carpintero, la hora del baloncesto. Cruzó luego la de Olmos y en la
esquina dobló por Tamaulipas hacia el oriente. Llegó a Aduana y no se detuvo
hasta llegar a la puerta de la casa de Víctor, uno de sus amigos habituales. Víctor
veía la televisión, Manuel se unió a la contemplación y terminaron de ver el
programa de la serie japonesa “Monstruos
del Espacio” con las consabidas triquiñuelas del malvado Rodak y sus esclavos los Lugones, cubiertos de una malla negra de
la cabeza a los pies incluyendo la cara, para apoderarse y destruir la Tierra, esta vez la situación era bastante difícil, los villanos
hacían de las suyas, un destructivo monstruo de inmenso poder que emitía rayos
por los ojos y que recuerda a Godzila,
se sumaba a decenas de Lugones listos
a desaparecer en forma de gelatina cuando los héroes los alcanzaran con sus
poderosas armas; Niko testigo de este
ataque, tuvo que dar un pitido -con el silbato que el mismo Goldar le entregó- para
Gam, dos para Silvar y tres para Goldar,
en este capítulo, toda la familia transformer,
que prestos y despegando desde dentro del volcán activo en donde vivían, llegaron
en su forma voladora de naves-cohete a defender a los humanos desvalidos ante
ese poder que los sobrepasaba. Afortunadamente fuimos salvados de nueva cuenta.
Con la tranquilidad de la victoria del bien contra el mal, apagaron el
televisor y se dirigieron a casa de Calixto muy cerca de ahí. Llegaron frente a
la casa de madera que Manuel la asemejaba con un palafito porque eso es lo que
parecía, quizá era una medida para evitar que se inundara con las aguas crecientes
en temporada de lluvia, la casa estaba exactamente en la ribera del canal de la
Cortadura poco antes de desprenderse
de la laguna del Carpintero, este
canal va desde ahí, atravesando parte
de la ciudad siguiendo hacia el sur y luego quebrándose al oriente, hasta unirse
con el río Pánuco, del que se
alimenta.
Llamaron a
Calixto:
–¡eh, Calixto!, vamos a echar una
cáscara a la Unidad Deportiva
-Sí, está bien, déjenme aviso a
mi mamá
Manuel, Víctor
y Calixto se encaminaron por la calle Aduana hacia el Sur topando con el
Perimetral, doblaron hacia le derecha. Llegaron a la esquina que el Perimetral
hace con la Av. López Mateos frente a la Escuela
Náutica Mercante, ambas calles bordean la laguna del Carpintero y se
vuelven a unir en el otro extremo completando el perímetro de la laguna.
-Oye Calixto ¿nos vas a acompañar
más tarde a la Plaza de Armas?
-No sé mi mamá todavía no me da
permiso
-¿cómo que no te ha dado permiso?
¿ya le dijiste? ¿Por qué no me contestas Calixto? ¿ya le dijiste?
-Bueno no, no le he dicho
- ¿y eso? ¿por qué no le has
dicho?
-pues porque todavía estoy
castigado
_¿castigado? ¿qué hiciste?
-nada
-¿cómo que nada, entonces?
-bueno, ¿te acuerdas que el
viernes pasado estuve enfermo y no fui a la secu?
-sí pero ¿ya estás bien no?
-es que no estuve enfermo, me fui
a pescar con Pepe a la Puntilla. El
sábado mi mamá fue al mercado y lo vio en el puesto de sus papás, el menso le
dijo que nos habíamos ido a pescar al río, si antes me dejó salir ahorita.
-híjole Calixto, pues a ver qué
le prometes pero tienes que acompañarnos
-pues haré el intento
-¡ya ni la haces Calixto! –dijo
Víctor que se había mantenido al margen del diálogo.
-ya Víctor, no le digas nada que
lo va a arreglar ¿verdad Calixto?
Calixto no
contestó, continuaron caminando en silencio mientras Víctor rebotaba el balón
de basket una que otra vez contra la banqueta.

Casi todos los días entre semana
iban a jugar por las tardes a la Unidad
Deportiva, ahí se le unían otros camaradas de la escuela que venían de
otros puntos de la ciudad, Pepe, el delator de la pesca por ejemplo, venía de lo
que se conocía como la Col-Mor, la colonia Morelos, un sector de fama singular y brava, parecida en ello al Cascajal. Muchas de las casas de la Col-Mor, van sobre la margen norte del
río Pánuco, corriente arriba pasando
el puente llamado de La Puntilla; Juan,
otro de los amigos, venía desde un sector de clase media del norponiente, flaco
y alto, una espiga, cabellos revueltos y apariencia desgarbada casi siempre
dentro del cuadro de honor mensual de la secundaria, contrastaba con Pepe,
también alto pero de piel muy morena, ojos inquietos, nariz con amplios
orificios, cabello hirsuto pegado al cráneo y sonrisa afable en cualquier circunstancia y que nunca
aparecía en el cuadro de honor; Germán, otro de ellos, se trasladaba de una de
las “Colonias”, por el rumbo de la secundaria, es el
más enigmático del cuadro, de piel también muy obscura pero de rasgos de los
pueblos del norte de África, nariz fina, ojos negros penetrantes, de esos que
parecen ver más allá, un bereber.
El grupo
jugaba varias horas en las canchas de basquetbol de esa Unidad Deportiva del municipio, las tierras que pisaban alguna vez
fueron parte de la laguna, ahora desecadas y rellenas de escombro y tierra, se
había construido una piscina, un gimnasio con cancha interior de duela, en la
que soñaban jugar, y algunas otras instalaciones. Cuando llovía torrencialmente
la zona de las canchas exteriores se inundaba y había que esperar unos cuantos
días de sol para que éste hiciera su trabajo. Iniciaban jugando un “reloj” para calentar, luego venían los “21” con las “retas” regularmente de pares en un solo aro, a veces se completaba
un equipo y jugaban un partido en forma contra otros muchachos que ahí llegaban.
Hoy no había muchas personas jugando y sólo estaban Manuel, Víctor, Calixto y
Germán así que jugaron en un aro, dos contra dos, por un lado Calixto y Víctor
y por el otro Germán y Manuel. Juan no había ido en esta ocasión, tampoco Pepe,
éste último quizá se sentía un poco avergonzado con Calixto, aún no habían
hablado entre ellos para aclarar el asunto, ya tendrían tiempo.
Terminaron de
jugar con el sol poniéndose, los cuatro charlaban mientras caminaban de
regreso.
-Oye Germán –preguntó Manuel- ¿ya
leíste el relato de La hoja azul del
libro de español para mañana?
-no, lo leeré por la noche
-está interesante
-yo la lo leí –dijo Víctor- no le
entendí nada
-¿cómo que no lo entendiste? –le
espetó Manuel
-pues no –respondió Víctor- no sé
que dice la hoja esa, la azul que tiró la muchacha francesa ¿se enojó verdad?
porque no le hizo caso el gringo, qué tonto.
-es que de eso se trata Víctor,
de no saberlo, si lo sabes ya no tiene chiste
-yo no sé –argumento Calixto-
¿por qué el gringo no buscó un diccionario o algo?
-tienes razón Calixto pero si lo
hubiera tratado de traducir él mismo y saber qué decía, el cuento ya no sería
interesante
-pues sí pero no sé, me parece
tonto –dijo Víctor
-¿qué te parece Consuelo, la
maestra de Español, está guapa no? –preguntó Víctor pícaramente a Manuel
-pues sí, está guapa ¿y qué con
eso?
-¿te gusta no? –siguió Víctor
-a mi me gusta la de Dibujo
Técnico –dijo Germán- ¿y a ti Víctor, te gusta tu maestro de Carpintería?
Y con esto
terminó la conversación y el tema de los enamoramientos primarios, la cara de
Víctor se descompuso en una mueca de enojo junto con una mirada de odio hacia
Germán, éste último sosteniéndole con firmeza la actitud, serenamente y sin
inmutarse, lo observaba quieto, el reto habría terminado en zafarrancho si no
es que Calixto interviene.
-eeh calmado Víctor, aguanta vara,
oye ¿ya estás listo para la noche?
Víctor volteó la cabeza, mirando hacia
el piso, rebotó el balón con furia en repetidas ocasiones, como al octavo
rebote, ya más medido que el primero y recobrando cierta tranquilidad pero aún en
tono agresivo, le responde a Calixto:
-¡Sí…, estoy listo!, ¿ para qué me preguntas si ni siquiera
vas a ir?, ¿no estás castigado?
-yo creo que mi mamá sí me va a
dejar, hoy anda de buenas, en la mañana le fue muy bien en la venta de las
empanadas.
Llegaron
a la esquina de la Escuela Náutica,
decidieron continuar recto por la Av. López Mateos que un poco más adelante
cambia de nombre por el de César López de Lara, en ese punto Calixto se
despidió quedando de acuerdo en verse a eso de las ocho de la noche en la Vitualla. Víctor, Manuel y Germán, cruzaron
el puente del canal de la Cortadura, se
sentía la tensión entre Víctor y Germán, Manuel venía en medio de ambos. En la
calle Tamaulipas dieron vuelta a su derecha, en la esquina de Aduana, Víctor se
despidió de Manuel con un breve y apurado –nos vemos al rato- ignorando
completamente a Germán. En la esquina de Tamaulipas y Olmos, Germán y Manuel se
separaron, el primero, tomó su camión y el segundo recorrió la cuadra hacia el
sur por la calle Olmos para llegar a su casa.
Manuel entró
al departamento, un olor familiar le empezó a hacer agua la boca, su mamá había
preparado la cena, empanadas de picadillo, frijoles refritos y para rematar
conchas de La Rosa de la Fe, indeciso
no sabia si cenar y luego meterse al baño o al revés, ganó el apetito, se preparó
un nescafé con el agua caliente que
había en la estufa y se sentó a la mesa con sus hermanos que ya habían
iniciado. Al terminar se metió al baño. Estaba listo y aún faltaba una hora
para la cita con sus amigos así que, junto a sus hermanos, vio la televisión un
rato para pasar el tiempo.
Manuel veía
sin ver, su mente regularmente se perdía en pensamientos de lo más diverso, a
sus catorce años se sentía, aunque a gusto y a sus anchas, como un extranjero
en esa ciudad, se preguntaba si el haber estado viviendo ya en diferentes
lugares, tanto en casas como en poblaciones –contaba a esa fecha quince
diferentes sitios-, no le habría activado algún programa cerebral que lo
hiciera emparentar con los gitanos o con el judío errante ¿acaso a sus hermanos
le pasaba lo mismo? o por ser un poco más chicos ¿lo procesaban diferente?
¿sería que lo traía en sus genes? A veces lo pensaba en esa edad temprana ¿en
dónde estaba lo que llamaban hogar? No sin antes cavilar profundamente llegaba
a la conclusión que el hogar estaba en el sitio en dónde uno estuviera, el
origen se encontraba dentro de cada uno, sí, es probable que esto lo pensara como
una defensa de su psique pero en ese momento y en esa etapa, era el mejor
pensamiento que podía tener y quizá el acertado.
En
estos años de los setenta, el carnaval en el puerto había dejado de ser lo que
fue, la celebración poco a poco
había ido disminuyendo su esplendor de antaño, considerado uno de los mejores
carnavales del país por muchos años, famoso inclusive en el extranjero, el brillo de sus carros alegóricos, sus
comparsas, sus bailes y su tradición poco representaban ahora lo que en origen
se pretendía, la calidez y esplendor habían sido tomadas por la monotonía de un
festival que se tenía que llevar a cabo, algo que había que hacer porque así se
había hecho antes. El espíritu se había estado apagando, transformándose en una
rutina comercial fría, sin vida. Manuel no lo tenía claro aún a pesar de
ciertas noticias negativas publicadas en los últimos años de estos eventos en
la ciudad y que habían incidido en una baja de su popularidad, quizá porque de los diarios lo que le interesaba
eran las tiras cómicas de los domingos y las últimas notas de la temporada de
béisbol que iniciaría el próximo mes, se hacía ya en la Isleta Pérez con su hermano viendo a los Alijadores y a Héctor Espino enviando la pelota al río o a Joe Pactwa
ponchando a los rivales uno tras otro o los maravillosos salvamentos del
relevista Pancho Maytorena, dirigidos por el Papelero Valenzuela, así que, ignoraba mucho de lo que estuviera
fuera de estos asuntos, en los periódicos, en la televisión o en su ámbito de
las conversaciones habituales.
Faltaban
unos quince minutos para que dieran las ocho de la noche, Manuel salió de su
casa con los pertrechos de combate y con la advertencia de su madre de no
regresar más allá de las nueve y treinta –mañana hay clases y quiero que te
duermas temprano- le dijo antes de dejar el departamento. Aún no daban las ocho
y Manuel esperaba a sus amigos en la esquina de la Vitualla, tienda de abarrotes proveedora del barrio. El tráfico
de pedestres era incesante, no se veían muchos autos aquí, el municipio había
cerrado algunas calles principales del primer cuadro para dar paso al desfile
de carros alegóricos y comparsas. Víctor llegó pasadas las ocho, sólo faltaba
Calixto. Ya daban las ocho y treinta y Calixto no aparecía, con todo y que a su
mamá le había ido muy bien esa mañana con la venta de empanadas aparentemente no
fue suficiente para levantar el castigo que tenía impuesto, Manuel y Víctor
decidieron irse sin él y se encaminaron a la Plaza de Armas.
La
Plaza estaba llena, mucha gente se congregaba en el borde frente al palacio
municipal, por ahí pasaba el desfile, Manuel y Víctor estuvieron un momento
ahí, se trasladaron al centro de la plaza y se sentaron en una banca de las que
están alrededor del quiosco para irse ambientando. No había pasado un minuto
cuando Víctor recibió el rompimiento de un huevo lleno de confeti en su cabeza,
por la parte de atrás se había deslizado un muchacho sigilosamente y escogió la
crisma más próxima para estrellarlo, la del cabello rizado de Víctor.
Ese fue
el inicio de la actividad para la que habían asistido, así que ¡a ello! Llevaban
ya un rato dando y recibiendo huevazos, algunos como los de Manuel y Víctor
contenían confeti más harina, otros, sólo uno de los dos elementos, pero otros
más eran huevos reales, hasta ese momento esos reales los habían sorteado.
Manuel había utilizado apenas seis de los dieciocho huevos preparados que
llevaba, se encontraba en persecución de un chico de pantalones cortos a la
rodilla y camisa de cuadros color naranja cuando pasó lo siguiente:
“Perseguía a ese muchacho flacucho
y de mi misma estatura, ¡caray, era veloz! de pronto hizo un quiebre y cambió
de dirección quedando fuera de mi alcance, se me escapó esta vez.
Me detuve
exhausto por la prolongada persecución sin éxito tomando aire por nariz y boca,
me di la vuelta y fue cuando recibí de súbito, un puñado de lo que pensé era
harina, no supe ni quién me la arrojó en plena cara, con la boca abierta al
igual que los ojos, sentí que me había llegado hasta los pulmones, lo más
acuciante fue que no podía respirar, por más que intentaba jalar aire, éste no
pasaba por mi garganta, me estaba asfixiando. Como un reflejo de supervivencia
empecé a toser, tosí como nunca lo había hecho carraspeando mi garganta
fuertemente con movimientos enérgicos de laringe, esófago y vientre, esto me
hizo liberar un pequeño canal que me permitió llevar oxígeno a mis pulmones poco
a poco y que impidió, al sentir desvanecerme, que cayera desmallado, primero no
veía nada, mis ojos al igual que mi boca y garganta me ardían terriblemente,
entonces me di cuenta ¡pero qué desgraciado, por qué éste imbécil está
utilizando cal! Eso es ser o muy
ignorante o muy hijo de puta, o ambos.
Casi a tientas y cubriéndome lo más que
podía –los huevazos y harinazos seguían- busqué una llave de agua, de aquellas
que distribuidas en los jardines, utilizan para el riego, afortunadamente y por
mero instinto encontré una. Hice cientos de gárgaras, tragué un tanto, me lavé
la cara y los ojos abundantemente por un espacio eterno, de inicio continuaba
sin ver, luego, lentamente me vinieron imágenes y siluetas corriendo de aquí
para allá, entidades borrosas, luces fantasmagóricas, pensé en lo peor por un
instante. Ahí me mantuve, agazapado a un lado de los arbustos mientras
recobraba la calma, el aliento y la visión. No supe en dónde había quedado
Víctor, quizá se había ido a casa, el caso es que ya no lo vi.
Habiéndome
recuperado lo suficiente, me levanté, con los ojos entrecerrados por el ardor y
con paso rápido pero sin correr, atravesé la plaza en dirección norte. Quizá
fue mi actitud pero nadie se acercó a mi ni me molestó durante el trayecto. Con
la visión desmerecida empecé a ver cosas que antes no había notado, como si mi
consciencia de pronto hubiera sido abierta: vi grupos de individuos tomando bebidas
alcohólicas en algunas bancas, muchos se habían quitado la camisa y andaban con
el torso desnudo; otros vociferaban leperadas sin sentido buscando camorra con
quien tuvieran cerca; observé como un tipo, con mirada torva, le daba una
nalgada a una muchacha, su acompañante abrazada a ella, volteaba con un rictus de
impotencia apurando el paso para escapar de esa bestia alterada por quién sabe
qué droga; noté que los grupos familiares estaban ausentes y que las mujeres
eran escasas; era como estar en una gran cantina con todos los parroquianos
bebidos y embrutecidos hasta el límite, lo peor de los hombres estaba aquí; un
grupo de australopitecos enloquecidos perseguía a una mujer que quizá por error
se acercó a esta zona central, llevaba el vestido hecho jirones, tropezó y en
el piso terminaron de desnudarla, le arrancaron toda la ropa, cuando todo
parecía que aquello terminaría en una violación masiva, la mujer sacó fuerzas
de no sé dónde, se levantó, se soltó de uno que le sujetaba del brazo y corrió introduciéndose en la casa de
una persona que abría la puerta, quien de un empellón la cerró, un salvador.
Como si nada hubiera pasado, la turba se retiró a otro lugar para continuar
haciendo sus felonías; si seguimos a Dante, este era su mundo más bajo o quizá
sólo era Sodoma.
Manuel
como pudo llegó a su casa, se quedó mucho rato en las escaleras obscuras de la
parte baja del edificio esperando que todos se fueran a la cama, más tarde entró
sigilosamente, caminando de puntillas se metió al baño y se vio ante el pequeño
espejo de encima del lavabo, se lavó de nuevo abundantemente los ojos enrojecidos y la cara, igual de
sigiloso se dirigió a la recamara, antes escuchó a su madre decir desde su
habitación -¿cómo te fue? ¿todo bien?-, -sí mamá, todo bien, buenas noches-.
No todo estaba
bien, Manuel cerró los ojos, las lágrimas mojaban su almohada, algo se había
roto en su joven consciencia y supo desde ese instante que éste había sido su
último carnaval.